jueves, 8 de julio de 2010

LA MISERICORDIA EN EL REINO DE DIOS.- Dr. Clímaco Arrieta


«Recaudadores y descreídos solían acercarse en masa para escucharlo. Los fariseos y los letrados lo criticaban diciendo:—Ese acoge a los descreídos y come con ellos.
Entonces les propuso Jesús estas parábolas:
Parábola de la oveja perdida (Lc 15,2-7
—Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la descarriada hasta encontrarla? Cuando la encuentra, se la carga en los hombros, muy contento; al llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:
—¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido.
Os digo que lo mismo pasa en el cielo; da más alegría un pecador que se enmienda, que noventa y nueve justos que no necesitan enmendarse».
Parábola de la moneda perdida (Lc 15,8-10)
«Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra reúne a las amigas y a las vecinas para decirles:
—¡Dadme la enhorabuena! He encontrado la moneda que se me había perdido.
Os digo que la misma alegría sienten los ángeles de Dios por un solo pecador que se enmienda».
Parábola del hijo perdido [pródigo] (Lc 15,11-27)
«Y añadió:
—Un hombre tenía dos hijos; el menor le dijo a padre:
—Padre, dame la parte de la fortuna que me toca.
El padre les repartió los bienes. No mucho después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un lejano país, y allí derrochó su fortuna viviendo como un perdido. Cuando se lo había gastado, todo vino hambre terrible en aquella tierra y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se puso al servicio de uno los naturales de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse estómago de las algarrobas que comían los cerdos, pues nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundancia, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre. Voy a volver a casa de mi padre y le voy decir: ‘Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a un de tus jornaleros’".
Entonces se puso en camino para casa-de su padre: su padre lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. El hijo empezó:
—Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre mandó a los criados:
—Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y se le ha encontrado.
Y empezaron el banquete. El hijo mayor estaba en el campo. A la vuelta, cerca ya de la casa, oyó la música y el baile; llamó a uno de los mozos y le preguntó qué pasaba. Este le contestó:—Ha vuelto tu hermano y tu padre ha mandado matar el ternero cebado, porque ha recobrado a su hijo sano y salvo. El se indignó y se negó a entrar, pero el padre salió e intentó persuadirlo. El hijo replicó:—Mira, a mí, en tantos años como te sirvo sin desobedecer nunca una orden tuya, jamás me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, matas para él el ternero cebado. El padre le respondió:—Hijo mío, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo! Además, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado?».
Jesús contó estas tres parábolas para ayudar a la gente a ver en la misericordia uno de los componentes de la felicidad del Reino de Dios. «Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). San Pablo exhortará luego a revestirse de «misericordia entrañable, bondad, humildad, sencillez y comprensión» (Col 3,12).
De estas parábolas se deduce que Dios no sólo no rechaza al perdido, sino que lo echa de menos, hasta el punto de que, cuando lo encuentra, le entra una enorme alegría.
Si aquellos individuos, que eran públicamente rechazados y odiados por las personas "de orden" y por la religión oficial, se acercaban a Jesús, es porque se sentían acogidos por él. Jesús no rechazaba a aquella clase de tipos indeseables. Todo lo contrario, hasta compartía mesa y mantel con semejantes personas, cosa que, en la cultura judía, significaba solidarizarse con los comensales.
Las tres parábolas tienen en común dos cosas, clave para entender lo que vienen a enseñarnos:
1) Las tres terminan con la frase "se había perdido y lo hemos encontrado".
2) En las tres, da la impresión de que Dios no puede pasar sin lo que se le ha perdido, puesto que el encuentro termina en gran alegría.
Con "lo perdido", Jesús designa a los "publicanos y pecadores" [recaudadores y descreídos]; en ninguno de los tres casos se habla de "conversión" del pecador, porque, incluso en el relato del hijo pródigo, el muchacho vuelve a la casa del padre por una razón profundamente humana y, si se quiere, egoísta: "se moría de hambre"; la alegría de Dios por encontrar al perdido resulta desmesurada y hasta sin sentido.
Sin duda alguna, el Dios en el que creían los escribas y fariseos no tiene nada que ver con el Dios del que habla Jesús: el Dios de los líderes de la religión oficial no tolera al perdido, mientras que el Dios de Jesús no puede pasar sin el perdido.
En ninguna de las tres parábolas se habla de "conversión", "penitencia", "arrepentimiento"… «Quien ama perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre» (I Cor 13,

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